lunes, 1 de junio de 2015

Cicatriz

En Cicatriz, Sara Mesa potencia algunas de sus cualidades más valiosas, como lo es su capacidad para hurgar en los repliegues de la conciencia y para mostrar el revés de algo y destriparlo. Resquebra las opacas pantallas de que se reviste la gente y con las que se disimula o falsea, la meticulosa y pautada gradación con que se traza y despliega un proceso de desen­mascaramiento que al final alumbra heridas incurables, propósitos torcidos, encanijamiento moral y una insaciable “sed de mal” como única respuesta a las humillaciones y los fracasos. En esta historia, lo que parece una relación exenta de intereses espurios, impulsada únicamente por la curiosidad y las afinidades electivas en torno a la literatura (lo cual incluye sobrias y comedidas referencias a autores y obras ultraconocidos, lo que se agradece), acaba en una verdadera pesadilla para una Sonia cuya vida, con el paso del tiempo, aspira a cierta tranquilidad convencional (se casa, tiene un hijo). En esa vida poco o ningún sentido tienen ya las confidencias intercambiadas con Knut, que acaba revelándose como un personaje insondable, desmesurado en más de un sentido y sobre todo en la sutileza con que ejerce su poder,
 convencido como lo está de que todo se rige y basa conforme a transacciones, y de que “la senda del conocimiento es la senda de la corrupción espiritual desde el día en que se mordió la manzana”. De ahí el perverso refinamiento a la hora de dar otra vuelta de tuerca si percibe desfallecimiento o desgana o hastío en Sonia, que pugna por librarse de una relación cada vez más opresiva, atrapada entre la fascinación y la repulsión, porque “ cuando todo parece desgastarse por la costumbre, llega una novedad”. Y entonces, ¿dónde está el fin? Tal parece ser el diseño narrativo de Cicatriz en el tramo central de la novela.
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